Vivamente el domingo...

José Luis Trullo.- Quienes podemos decidir en qué momento cogemos nuestra cámara y un objetivo para salir a contemplar el mundo, tenemos nuestros días favoritos, nuestras horas predilectas... nuestra personal rutina. Ciertamente, hay fotógrafos cuyo ojo está siempre listo para captar imágenes memorables, incluso cuando no llevan ningún aparato encima (estoy pensando, por ejemplo, en mi admirado Manuel Granero). Los demás, no habiendo nacido con ese don, recurrimos a pequeños rituales para incitar a la musa, bien sea acudiendo a lugares que nos resultan especialmente gratos, bien eligiendo con sumo mimo la ocasión para fotografiar.

Foto tomada con un Tokina SD 35-200/4-5.6 montado en una Olympus E-300

Personalmente, mi día favorito es el domingo y, si es posible, en pleno invierno (lo cual no es extraño, si se tiene en cuenta que vivo en Andalucía). El placer de salir a la calle y descubrir que la actividad frenética de mi entorno ha cesado, parece despertar en mí una especie de resorte que me abre los ojos de par en par. ¡No más camiones de reparto, tráfico intenso, comercios, actividad! Sólo el dulce pasar de los instantes...

Pertrechado con mi equipillo al hombro (las bolsas fotográficas las dejo para otras ocasiones), cual llanero solitario me adentro en el casco antiguo de la ciudad y empieza a callejear a paso lento, sin objeto ni propósito. Como si me subiera a una alfombra mágica, parece como si me elevase un palmo del suelo y empezase a levitar. Creo que los transeúntes deben percibir en mí un aura beatífica porque, a diferencia del resto de la semana, en que solemos chocar y tropezarnos unos con otros, siguen su camino sin entorpecer el mío.

El habitualmente embotamiento de los sentidos que uno sufre en el día a día urbano, cuando llega el domingo parece ceder: experimento entonces un redoblamiento de la percepción, una sensación extrema de acuidad que, si me descuido, puede confundirme. Porque, en ese arrobo espiritual, todo me parece bello, todo me resulta hermoso: un detalle arquitectónico... una hierba en el parque... el desconchón de una pared... Y, suspendido el juicio, puedo cometer las peores tropelías fotográficas.

Foto tomada con un Tokina SD 35-200/4-5.6 montado en una Olympus E-300

Eso no lo descubro hasta que, de regreso a casa y ante la pantalla del ordenador, visualizo las imágenes que he ido captando durante la mañana. Anodinas la inmensa mayoría: ¿dónde está el encanto que me embriagó cuando apreté el botón disparador? ¿dónde, la poesía que parecía emanar de todas las cosas, y que yo creía limitarme a recoger, cualquier florecilla silvestre de un prado en primavera?

Comprendo entonces que, a veces, el fotógrafo puede convertirse en el antagonista de la fotografía, la cual exige que sacrifiquemos nuestros apetitos subjetivos, íntimos, incluso orgánicos, en aras de la obtención de una imagen objetiva, concreta y válida universalmente. Caigo así en la cuenta de que raramente lograré que mis fotos trasciendan la inanidad que las caracteriza, porque antepongo el hecho de ver a lo realmente visto, ela fruición del instante a la eternidad de la instantánea.

Sí, de acuerdo, siempre seré un fotógrafo mediocre, pero... ¿y lo que disfruto?