Fotografía acomplejada

Looking at me you see yourself...
José Luis Trullo (texto y fotos).- Desde sus mismos orígenes, la fotografía ha sufrido un complejo de inferioridad galopante que se prolonga hasta nuestros días. El hecho de ser, hasta la invención del cinematógrafo (el cual no supone más que la prolongación del propio principio fotográfico en el tiempo), el único medio capaz de re-presentar la realidad tal cual es, sin mayor distorsión que la propia del soporte químico y, más tarde, digital, le ha granjeado una valoración condescendiente desde el ámbito artístico, académico e incluso social. La popularización de aparatos automáticos ya supuso, a la sazón, un duro golpe para la autoestima de los fotógrafos, la cual, por otro lado, nunca había sido demasiado alta. Tanto es así que a ninguno se le ocurrió, en su momento, reclamar para la disciplina la categoría de "séptimo arte", a diferencia de su arrogante vástago.

Pero empecemos por el principio. Si la filosofía fue considerada como la esclava de la teología durante siglos, la fotografía tuvo que soportar durante décadas la odiosa comparación con la pintura, medio que hasta entonces había ostentado el monopolio de la representación de lo real en dos dimensiones. La presión fue tan insoportable, que muchos fotógrafos cedieron a ella pergeñando una tendencia ominosamente calificada como "pictorialismo"... Al parecer, el milagro de trasladar las formas bañadas por la luz a una superficie plana y más o menos estable era considerada como demasiado simple, demasiado fácil... al alcance del más lerdo: así pues, la fotografía tenía que "trascenderse" a sí misma narrando un episodio, contando una historia, en fin, convirtiéndose en una especie de relato-en-imagen. De aquel primer golpe la fotografía nunca ha acabado de recuperarse.

La realidad nos habla... ¿sabemos escucharla?

Otra de las tentaciones con las que ha tenido que lidiar la fotografía como manifestación plástica (evitamos conscientemente la palabra "expresión", por las connotaciones subjetivas que implica) ha sido la del documentalismo. El fotógrafo podía hacerse perdonar la facilidad del soporte que utilizaba a condición de que éste se convirtiera en vehículo al servicio de otra cosa: que se hiciera testimonio. El retrato o la escena urbana, en un primer momento, y las injusticias sociales después, fueron el caldo de cultivo de esta modalidad alicorta de fotografía, cuyo valor era al fin y al cabo extrínseco: una fotografía era tanto más buena cuanto mejor sirviera al propósito monumental, de archivo o, en su caso, de denuncia, quedando sus valores en cuanto obra de arte en un segundo plano... cuando no eran directamente obviados.

A veces, la inspiración nos espera en nuestro propio lavabo...

Las vanguardias artísticas, en lugar de liberar a la fotografía de su servilismo, a la postre la sometieron a un nuevo retorcimiento (como, por otro lado, hicieron con todas las demás disciplinas: ahí, los protagonistas no discriminaron nada ni a nadie). En cuanto medio de captación del mundo de los objetos en su desnudez, era muy difícil que a los vanidosos vanguardistas les sedujera la fotografía más allá de su virtualidad como instrumento para generar sus propias fantasmagorías. Tan sólo algunos autores (pienso en Brassai, quien tampoco fue nunca un vanguardista estricto) fueron capaces de escapar a la tiranía de su época y descubrir, cámara en mano, la inmensa capacidad de provocación que puede suponer el simple hecho de aislar, del caos de lo real, una imagen con más o menos organización y sentido.

Detrás de las cañas, atravesando los campos... la ciudad, a lo lejos.

No fue hasta el movimiento llamado de la Nueva Objetividad que la fotografía no alcanzó la conciencia de su propia independencia y soberanía. Basta revisitar un puñado de sus imágenes para comprender que es entonces cuando la fotografía se libera, por fin, de sus complejos respecto a otros lenguajes plásticos, y eleva el propio acto fotográfico al rango de acontecimiento válido en sí mismo, más allá de su dimensión documental o incluso falsamente "artística". Que un sintético bodegón a partir de unas copas de cristal, sin ir más lejos, pueda atrapar nuestro interés y trasladarnos a un ámbito de auténtica fruición estética, es algo común en nuestros días, pero impensable antes de los fascinantes ejercicios debidos a Sander, Lerski o Peterhans. 

Nada sería igual a partir de entonces. Una vez descubierta la verdadera dimensión eurística de la fotografía (en cuanto capacidad de des-velar, mediante la composición de las formas y el tratamiento de la luz, una forma única de acceder a lo real sin alteración), todo fotógrafo ha tenido que plantearse en algún momento el dilema de poner su cámara al servicio de las cosas, o éstas al de aquélla. Los grandes nombres de la historia de la fotografía han sido, en realidad, los mejores siervos de la realidad, cuya belleza han sido capaces de plasmar en instantáneas imperecederas.

Obstáculos, barreras... preservando a ¿quién de quién?

Una de las modalidades que, personalmente, más me enervan de la fotografía actual (entendiendo como tal la que tiene menos de... ¿treinta años?) es la que practican cierto tipo de escenógrafos/as, cuyo talento consiste en disponer suntuosas viñetas de más o menos gusto. ante las cuales la cámara fotográfica sólo puede decir: ¡amén!... o, en su caso, ¡clic! Para ellos (y ellas...), la realidad tendría poco o nulo interés en sí misma, y habría que echar mano de decorados, vestuarios, estilismos... abrazando una práctica más cercana al teatro, o al pesebre viviente, que a la fotografía tal y como muchos la entendemos. Creo que no es necesario dar nombres... que están en la mente de todos.

La revolución digital no ha hecho más que añadir más leña a este fuego que arde casi desde los albores. Frente a la indudable mejora de los equipos fotográficos a la hora de captar lo que tenemos ante los ojos en su simplicidad (fruto de sensores dotados de una enorme resolución y objetivos de considerable rendimiento óptico), sus usuarios parecen obsesionados en emplearlos a contrapelo de sí mismos, bien sometiéndolos a todo tipo de perrerías pseudo-creativas, bien editando los resultados de manera que el motivo original resulte poco menos que irreconocible... En lo que se ha venido a llamar "odio a lo real", se ha vuelto a caer en el error de los pictorialistas, a quienes avergonzaba la humildad de su oficio respecto a la supuesto dignidad de la pintura: ahora, la tentación a vencer es medirse... con el diseño gráfico.

Sólo hay una cosa peor que un diseñador frente al monitor: un fotógrafo acomplejado de serlo. Gracias al Photoshop y a la ralea de programas que han surgido tras su estela, nunca como ahora el usuario de una cámara había tenido tan fácil... renegar de sí mismo. El reto parece ser, hoy en día, transfigurar la instantánea captada en lo más parecido a un sueño... o a un delirio. (La publicidad tiene también parte de responsabilidad en esta nueva amenaza, al asediarnos con sus imágenes estilizadas hasta el paroxismo...) Si bien se dan casos de notables obras obtenidas mediante este sistema, es dudoso que puedan calificarse de fotografías. Que una cámara haya intervenido en el "input" del proceso no parece suficiente argumento para calificar una imagen de fotográfica: es preciso que esa naturaleza se conserve, en la mayor medida posible, también en el "output". Y ello sólo es posible si el receptor de la imagen es capaz de reconocer la imagen como un fragmento de lo real, y no como una simulación o un artificio más o menos ingenioso. Ya hay incluso quien (como es el caso del autor de un blog con este nombre) se niega a asumir que "tome" fotografías, para jactarse de que las "hace": si de él dependiera, seguramente se erigiría en demiurgo del universo...

Se hace camino... al salirse del camino

Si la fotografía tiene algún sentido hoy en día (en cuanto lenguaje formal dotado de una capacidad intransferible de des-cubrir el mundo, de desnudarlo de lo accidental para devolvérnoslo en su prístina inmediatez), es precisamente como opción alternativa, y reivindicativa, de la validez de las cosas tal y como son, sin barnices ni afeites. Contra el diseño, contra la publicidad, contra las múltiples formas de afearle a la realidad su carácter accesible e indefenso, sólo el fotógrafo puede luchar por conservarlo y preservarlo de las agresiones a las que se la somete: agudizando su sensibilidad, respetando la integridad de los motivos y hallando la mejor forma de que ambos se aúnen en una imagen válida en sí misma. Sólo así la fotografía podrá seguir detentando el papel que históricamente tanto le ha costado alcanzar: el de transmitir a las personas el mensaje de que (aunque pueda parecer lo contrario) el mundo es bello, y está bien hecho.